Raramente al tocar el espejo este no es sólido, sino que logras tocar a la otra persona, descubriendo algo de uno mismo.
Tantas heridas, daños, marcas terminaron por hacerlos igual, más iguales que antes. Tan heridos que no fueron capaces de ver las cicatrices del otro. Él no toleraba ver en lo que ella se había convertido, ella debía curar demasiado para lograr sacar a flote lo que él fue.
Ambos estaban cubiertos con bellos vestidos, bellas ropas, nada dura mucho tiempo y se fueron cayendo. Fueron quedando desnudos sin darse cuenta. Cuando se vieron, él lo pensó de nuevo, pero su alma no fue capaz, se echó para atrás con todas aquellas ilusiones.
Comenzó como un pequeño silencio, ella sentía en lo más profundo la ausencia hasta que el abismo se volvió enorme. Como esos huecos en el pecho producidos por la certeza de que algo no anda bien.
Los suspiros son interminables. El momento estaba tan cerca que no podían creerlo y es que había un detalle: se acostumbraron tanto a verse en la distancia que les daba terror tenerse cerca.
La tristeza invade, las respuestas se hicieron cortas, frías. Las mañanas se volvieron monótonas. Fueron tantas veces resignada a no tenerlo que al hablar con él ya esperaba la bomba. Una del lote que solo él sabe lanzar, sin previo aviso y con un estruendo que aturde en lo más profundo del pecho.
Tres, ya eran tres momentos iguales. Otra vida, un ocaso… otras veces donde el rompecabezas de las ilusiones cayó al suelo. Se desarmó.
Continúa el vacío en el pecho. Un hueco profundo por el que existe temor, ahondarse en él es entrar en la irracionalidad de los que desafían y luego se retractan, es tan abstracto, disperso y gris que nadie lo comprendería a menos que se una a tal delirio.
La vorágine de la que tanto luchó por salir, extendió sus delgadas y demacradas influencias y la hace volver de nuevo. La envuelve en un encantador susurro, la engaña, la ilusiona y lanza un zarpazo certero. Le revuelve los sentimientos y los tacha cual bolígrafo sobre un escrito equivocado.
Lamerse las heridas… el después es incierto… el tiempo para lamerse parece congelarse y no les permite salir de esa jaula acrílica, que se reduce y les hace cubrirse las orejas para no escuchar el crujido.
Reproches a sí mismo, y dudas, las mismas que terminaron ganando. Ganan por etapas cada vez más rudas, más empinadas, más absurdas.
La tristeza se expande como aquel cuadro “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí, donde el reloj más grande es blando y cae escurriéndose por el borde de una mesa de cartón, con una mosca encima. Entre tantos detalles hay una figura que duerme en la arena. Es bizarra, sin mucho qué explicar sobre cómo y por qué luce así. Un tercer reloj cuelga de un árbol…
Se embadurnaron de anhelos, de pesadilla, de muros, de un amor tan profundo que duele y desgarra. De algo que los hacía culparse a sí mismos. Cuando se habla con crudeza es poco agradable.
Cabizbajos, con pesadumbre, con tristeza… Así transitan dos almas por una vía que parece infinita.